En los entresijos de la crisis que asola la capital, con sus inundaciones y las almas afectadas por el frío y la ausencia de auxilio, se desvela una triste realidad: la brecha profunda entre la clase política (y las dirigencias sociales) y las necesidades palpitantes del pueblo.
Como sombras impotentes, los que claman por ayuda contemplan con desaliento cómo sus líderes se mantienen insensibles a su sufrimiento.
Pero aún más siniestro es el destape de un derroche desorbitado, tejido por el gobierno comunal mismo en su esfera más íntima: 30 millones de pesos destinados a un festejo de dirigentes sociales. Este descubrimiento es un recordatorio lúgubre y cruel de que aquellos que deberían sintonizar con la angustia de sus conciudadanos prefieren en cambio entregarse a sus propias celebraciones, desconectados de la realidad del pueblo al que sirven.
El eco vacío de “nos lo merecemos”, “trabajamos todo el año” resuena en este momento, cuando la falta de empatía y solidaridad agudiza la crisis. No se niega el derecho a momentos de alegría y distracción, pero cuando estas frívolas evasiones se anteponen a la atención inmediata que exige la ciudadanía, la verdad se torna dolorosamente evidente.
Los(as) dirigentes(as) sociales(as), que deberían estar más conectados a la cotidianeidad de la gente, han demostrado un desapego sorprendente.
¿Cómo se explica que aquellos encomendados con el bienestar de la población no solo hayan pospuesto sus celebraciones, sino que las hayan llevado a cabo con un aire de ostentación?
La respuesta yace en la falta de empatía y en la distorsión de prioridades.
Este cuadro desgarrador devela una verdad incómoda: la clase política se preocupa más por su estatus personal y sus titulares que por el bienestar genuino de aquellos a quienes afirman representar. A medida que se confirma que su consideración por la ciudadanía es poco más que superficial, el escepticismo y la suspicacia se propagan como una sombra en crecimiento.
Las necesidades de aquellos ciudadanos que luchan por resguardo, alimento y respuestas tangibles parecen desvanecerse ante la grandiosidad de estos festines derrochadores.
Este amargo recordatorio pone al descubierto que, en medio de la adversidad, no todos aquellos que ostentan el poder están dispuestos a emplearlo en pro del bien común. La solidaridad genuina y la preocupación auténtica por los demás parecen haber cedido ante el tumulto de agendas individuales y políticas.
Es hora de una convocatoria a la responsabilidad y a la rendición de cuentas. Los líderes deben recordar que su deber fundamental es salvaguardar el bienestar de sus ciudadanos, especialmente en los momentos de mayor apremio.
La empatía, la sensibilidad y la acción conjunta emergen como imperativos para superar los retos que nuestra sociedad enfrenta. Solo en este punto podremos aspirar a restaurar la confianza en aquellos a quienes confiamos la misión de liderar y representar nuestra nación.
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